Recuerdos de mi época de secretaria.- Connie Eastman

 

 

Era el año 1965, tenía unos 20 años y cuando leí el aviso en el diario Herald pidiendo una secretaria de gerencia para un frigorífico en Entre Ríos, sentí una emoción, como si se abriese una puerta pequeña por la que tal vez podría comenzar a aventurarme al mundo desconocido…

El aviso decía:  Bilingual Secretary to assist Administrative Manager. Proficient in English, shorthand and typing. Minimum 5 years experience as secretary to Management.  Full time position in Fabrica Colón, Entre Ríos.  Please send  letter and resume indicating work experience to....

No cumplía los requisitos que pedían en el aviso, salvo los de inglés, máquina y taquigrafía.  La experiencia de cinco años en puestos similares no era mi caso, hacía unos 9 meses que trabajaba como secretaria en una fábrica de tractores y aún estaba aprendiendo de qué se trataba el trabajo.  Eso sí, estaba disponible para viajar.   De todas maneras, hice mi curriculum y lo mandé con una carta manuscrita diciendo por qué sentía que era la persona indicada para el puesto.  El “no” ya lo tenía y, en realidad, pensé que nunca me iban a contestar y me olvidé del asunto.

Después de dos o tres semanas recibí un llamado de una tal Georgina diciendo que había recibido mi carta y me invitaba a una entrevista en sus oficinas del centro.  Georgina era la secretaria de Gerencia General de Liebig’s en Buenos Aires, había recibido mi carta y quería conocerme.   Quedamos para el próximo miércoles, tempranito a la mañana.  Tuve que inventar una excusa para llegar tarde a la oficina ese día y no me resultó difícil ya que nunca había faltado al trabajo hasta ese momento. 

En esa época, yo era muy tímida, pero no se notaba.  Siempre fui extrovertida, iba de frente, atajaba los goles y me reía de las cosas tristes de la vida.  En la entrevista me fue bien, me explicaron que era para asistir al Gerente Administrativo de la fábrica y que estaban entrevistando a secretarias con más experiencia.  Georgina me dijo que era un poco joven para el puesto, etc., etc., pero que me tendrían en cuenta. 

Salí aliviada de la entrevista, ya que ese primer entusiasmo se había borrado un poco y, en realidad, me daba un poco de miedo alejarme de casa y de mis amigas.

Pasaron algunas semanas y me olvidé del tema.  Retomé mi entrenamiento de hockey dos veces por semana a la tardecita en la cancha del CASI, me anoté en el Buenos Aires Theatre Club y hacía teatro una vez por semana y estaba bastante divertida. 

Hasta que me llamaron para una segunda entrevista.  Ahí, se me paró el corazón y los tiempos se aceleraron.  En esa ocasión me ofrecieron el puesto, me contaron todo lo necesario sobre el trabajo, el sueldo, los viáticos, el alojamiento, los beneficios y me dijeron que antes de contratarme me iban a llevar a conocer el lugar para que estuviese segura de que me iba a gustar.  Querían estar seguros de que no iba a renunciar a la primera de cambio.  Me pareció bueno eso de ir a conocer el lugar porque también me daba la posibilidad de arrepentirme y no tomar el puesto. Me estaba agarrando un poco de miedo ante lo desconocido.

Me pareció muy divertido viajar en una avioneta privada y salimos de Aeroparque a media mañana con el piloto y un
empleado de Liebig que me iba a acompañar durante el recorrido.  
Me encantó la vista de Buenos Aires
desde arriba y la llegada a Entre Rios donde el verde se hace más intenso, la tierra se ve más colorada y el agua
marrón del delta del Río de la Plata va cambiando de color a medida que nos adentramos en el Rio Uruguay… se va transformando a un color más acerado…    Después de una media hora la avioneta aterrizó, un poco a los saltos, en una larga pista de campo en la que se veía una manga de viento un poco deshilachada y un galpón a la derecha…  Y llegamos bien.

Me recibió un señor muy amable que se presentó como el Asistente de la Gerencia y me llevó en una camioneta a hacer un recorrido por el pueblo. ¿Qué puedo decir de mis primeras impresiones?  Todo parecía un poco venido a menos y deslucido. Las calles eran anchas y de tierra o ripio… El pueblo de los obreros, eran unas pocas cuadras de casas sencillas, todas iguales, pintadas de rosa viejo y largas veredas amarillas.  Era casi el mediodía, recuerdo que hacía bastante calor y había algunos hombres sentados en la vereda tomando mate, pocos chicos jugando a la pelota… y casi nadie más.  Recorrí un lugar un poco más lindo que me dijeron era el barrio de los gerentes, aquí se veían casas con jardines bien cuidados, árboles y flores.  Me contaron que la fábrica funcionaba durante la época de faena, solo seis meses por año.  ¿Se imaginan trabajar solo seis meses por año? Seguramente les pagaban el año entero pero ¡qué aburrimiento! 


Me iba enterando que el Principe de Gales había visitado Liebig’s al finalizar la 1ra Guerra Mundial y se había quedado en la casa de visitas, que me llevaron a visitar. Era una casa estilo inglés con una galería y jardín que daba al río.  Estaba impecable, bien pintada y mantenida.  La encargada era una señora mayor inglesa, muy amable, que me convidó un te con leche y unas galletitas.   Ahora se quedaban aquí los dueños cuando venían de visita que, en esa época, eran los Carlisle.

Después visitamos el edificio de la administración y conocí las oficinas de la Gerencia.  El único que estaba era el cadete, un entrerriano jovencito muy simpático. Me mostró lo que iba a ser mi oficina, la de mi jefe y la del Gerente General, un inglés que se llamaba Eric Evans y era muy simpático.  Me comentó que yo sería la única secretaria ya que el Gerente General tenía un asistente y su oficina estaba dentro de la fábrica. 

Los ingleses fundaron el frigorífico Liebig´s en 1903 y su época de oro fue durante la primera y segunda guerra mundial cuando exportaban a Inglaterra la mayoría de su producción para alimentar a los soldados aliados durante la primera y segunda guerra mundial.  Ahora, la guerra había quedado atrás, los mercados se habían achicado y la fábrica funcionaba solo seis meses por año.

De los 3500 obreros que llegó a tener en su época de oro, ahora trabajaban unos 1000 pero solo seis meses por año.   Todo lo que me contaba el asistente me parecía un poco irreal ya que no sabía nada del tema y lo único que sabía de Liebig’s era que hacían un concentrado de carne muy rico que mi madre nos daba para comer con pan y manteca en casa.

Después de visitar el pueblo de los gerentes, con su ancha avenida y casas prefabricadas rodeadas de jardines, me llevaron a conocer la ciudad de Colón, a 12 kms de la fábrica.  Esta ciudad me gustó de entrada, con sus amplias calles bordeadas por paraísos y plátanos, una calle principal muy elegante y una plaza muy linda a la vuelta. El parque municipal tenía una barranca que daba al rio y me comentaron que en verano se llenaba de gente.

Teníamos poco tiempo porque la avioneta tenía que volver antes del atardecer.

Visitamos a Kathleen Healy, una señora anglo argentina de Quilmes con quien me sentí cómoda enseguida.   Era muy amorosa, comunicativa y se parecía un poco a mi mamá y sus amigas.  Me contó que sus dos hijos trabajaban en los campos de invernada de Liebig’s y ella se había mudado a Colón para estar cerca de ellos.  La idea era que yo me quedase con ella unos días mientras me encontraban un lugar para vivir en la fábrica.  Le sorprendió un poco mi edad y me preguntó si estaba segura de que no iba a extrañar si me mudaba.  Fue una buena pregunta, y es la que me hice durante el viaje de regreso.

Nos despedimos y volvimos directo a la pista de aterrizaje, despegamos y llegamos a Buenos Aires a la tardecita.  Volví a casa en colectivo y en tren y tuve un rato para pensar.   No me podía imaginar viviendo en la fábrica o viajando 12 kms todos los días para trabajar… Lo de Healy  no me parecía muy factible ya que yo no tenía auto y el horario de trabajo era de 7:30 a 16:30.  ¿Cómo llegaría desde lo de Healy a la fábrica?

En casa me esperaban Mami y mis hermanos, deseosos de saber cómo me había ido.  Les conté lo lindo que era el lugar y fabulé un poco para que no se asusten tanto como yo.  Pensé que estaría dejando muchas cosas atrás, la comodidad de mi casa, mis amigas de hockey, el coro, el teatro….   Decidí que, si me llamaban, iba a decir que gracias, pero que no iba a tomar el puesto.

Me sorprendieron al otro día con un llamado y no me animé a decir que no.  Cuando llegué a la oficina del centro me presentaron al nuevo Gerente Administrativo que sería mi jefe.  Después de charlar un poco, me ofreció el puesto y…. dije que sí.    Muchos años después leí ese maravilloso libro que se llama “No digas que sí cuando quieras decir que no”, pero en ese momento me abataté.  De todas maneras, a pesar de la debilidad de mi carácter, no me arrepentí nunca de haber aceptado ese trabajo ya que aprendí muchas cosas nuevas y conocí un ambiente totalmente nuevo para mí.

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Nita, mi mamá, me acompañó a Retiro a tomar el Expreso Urquiza que me dejaba en Colón. Llevé una valija y la guitarra, que me acompañaría durante mi estadía en lo desconocido. El viaje en ómnibus desde Retiro fue bastante bueno.  Para cruzar a la provincia de Entre Ríos, el colectivo era transportado por una balsa que cruzaba hasta la isla que se llama Brazo Largo y luego una más hasta entrar en Entre Ríos.  A veces había que esperar muchas horas para tomar las balsas porque era un camino muy frecuentado que llegaba a Brasil, pero ese día cruzamos bastante bien, había viajado de noche y creo que llegué a las 6 de la mañana.  Hice un poco de tiempo y fui a la casa de Kathleen Healy que me quedé con ella hasta que vino el chófer de Luis Areguatí y me llevó a la fábrica.

Esa primera semana me alojé en el Mess, una especie de hotel para solteros que había cerca del barrio de los gerentes y que parecía más un convento colonial que un hotel. Era una construcción rectangular de cemento pintada de un gris verdoso, con un patio central y dos pisos.  En el Mess se quedaban las visitas que venían de las otras fábricas de Liebig, algunos auditores que venían de Buenos Aires y los empleados solteros que trabajaban en la Administración.   Conocí a uno o dos auditores que estaban haciendo un trabajo por unos días en la fábrica y nadie más. 

No era un lugar para mujeres pero como cuando llegué había muy pocos huéspedes, me sentí bastante cómoda.  Me dieron una pieza amplia con una linda vista hacia el campo amueblada de manera austera y sencilla. Todo austero y bastante inglés. En el cajón de la mesa de luz había una Biblia en inglés.  Te servían desayuno, almuerzo y cena y la gente del comedor era sencilla y agradable.  

Recuerdo que uno o dos días después de llegar, abrí el cajón de la mesa de luz de mi pieza y encontré un sobre con dinero (era más de tres veces mi sueldo).  La tentación duró un minuto y decidí devolverlo.   La persona que había estado en mi habitación anteriormente era un inglés que se había mudado a la planta Liebig’s en Zeballos Cué , Paraguay.  Como me dijeron que pocas veces venía por Colón, puse el dinero en un sobre y se lo envié en la bolsa de la compañía con una breve carta.  Nunca me agradeció y pienso que tal vez ni la recibió, pero yo me quedé con la conciencia tranquila.

Ese primer día, después de desayunar, caminé hasta el edificio de la Administración y comencé a trabajar.  El jefe no había llegado todavía pero el cadete que ya había conocido me mostró donde estaban las cosas y hizo una visita guiada.  Me mostró el cuarto de la radio y me enseñó a usarla.  Todavía recuerdo esas conversaciones con Buenos Aires, había que llamar, saludar y decir “Cambio, fuera” para terminar una oración o despedirse.  “Hola, hablo de Fábrica Colón, buen día, quién está ahí? Cambio fuera” y así continuaban las conversaciones. Me mostró donde se dejaba la bolsa de correo que salía una vez por semana para Buenos Aires o Paraguay, me presentó al Contador Barreto (una institución) del Departamento Contable y saludé a unas 10 personas que trabajaban para él.  Era un salón amplio con filas de escritorios, máquinas de escribir, máquinas de calcular manuales y muchos libros porque creo que la contabilidad se seguía llevando a mano.   Sentí en ese primer encuentro que la gente me miraba como si fuese sapo de otro pozo y…. ¡tenían razón!

Lo que más recuerdo de ese primer día es que como no tenía nada que hacer, me dediqué a investigar y ordenar lo que podía. Mi jefe llegaría al día siguiente. Mi oficina estaba conectada con la de mi jefe y daba a un pasillo que rodeaba el patio central. Tenía una linda ventana y pisos de madera bastante usados. La oficina de mi jefe era más grande, también con una ventana que daba al patio central y se comunicaba a su vez con la oficina del Gerente General que tenía comunicación directa con la fábrica.  El Gerente General no estaba mucho en la oficina porque pasaba más tiempo en la fábrica, pero a veces nos cruzábamos. Era un inglés muy amable, petiso, flaco, rubio y de ojos azules.  Su mujer era un encanto y tenía un hijo de 12 años que se dedicaba a criar gallos para la riña.

Los muebles de archivo de madera que había en la oficina,  quedaron grabados en mi memoria.   Eran ficheros colgantes de madera, muy sólidos con cuatro cajones que estaban un poco atascados y me costó abrirlos. En realidad, creo que abrí los ficheros equivocados porque la correspondencia databa de 1907 y eran cartas, planillas, documentos escritos con una letra muy prolija y a mano. También había mapas, folletos, tarjetones, etc. que seguramente habían quedado ahí colgados en el olvido porque colgaban las telarañas y el polvo.  Rápidamente cerré esos ficheros y decidí no abrirlos más.  Largaban un olor a humedad que todavía recuerdo.  

Seguramente, cuando se vendió la fábrica en 1970, los habrán quemado tal cuál estaban….

Mi escritorio tenía dos filas de cajones a los costados y una mesita aparte para la máquina de escribir Olivetti, que era muy moderna para esa época con un cajoncito angosto para guardar papeles carbónicos, ganchitos y lo que sea.  Me dediqué esa mañana a pasar un trapo por todo lo que iba a usar y hacer una lista de los útiles que necesitaría para trabajar. Trate de dar un aspecto más prolijo a este lugar que sería mío y que anteriormente había sido ocupado por un
secretario varón.  Encontré un florero y puse florcitas sobre mi escritorio. 

El primer día tuve tiempo de charlar con el cadete de la oficina, un muchacho amoroso que vivía en el pueblo Liebig y fue mi compañero durante ese tiempo.   A la hora del almuerzo, me convidó un sándwich y me llevó a conocer lo que después se convirtió en mi lugar favorito, una playita de arena blanca cerca de la oficina, rodeada de árboles sobre el rio Uruguay.  Se veían pasar las chatas areneras y los barquitos de los pescadores.  En verano hacía mucho calor, también en la sombra, pero yo me escapaba a esta playita a nadar un poco y después leer un libro bajo el árbol. Era un lugar soñado.  El agua era transparente y a lo lejos se veía una isla verde con playita de arena blanca.  El rio Uruguay tiene un encanto especial y me podría pasar horas recordando esas escapadas…  Tiempo después me enteré que mi amigo, el cadete, se había ahogado en un arroyo.  No se me ocurría que alguien a quien le gustaba tanto el agua no supiese nadar, pero aprendí que la gente que vive cerca del río no necesariamente nada como nosotros que aprendemos en la pileta de natación.  Me dio mucha pena cuando me enteré.  He olvidado su nombre pero no lo he olvidado a él, porque fue mi compañero fiel durante esa época.

Ese primer día, no volví a la oficina ya que no tenía nada que hacer.  Al día siguiente llegaba. 

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Cuando llegué el segundo día a la oficina, estaba mi nuevo jefe, Carlos Montaño.  El era el Gerente Administrativo, no hablaba muy bien el inglés y necesitaba un poco de ayuda para comunicarse con los ingleses. Estuvimos un rato en la oficina, me mostró un poco el trabajo, me presentó a Eric Evans, el Gerente General y a algunas personas. Me impresionó el Contador Barreto que regenteaba un grupo de unas 8 personas en su oficina contable, del otro lado del patio.  Era un salón amplio con escritorios alineados en dos filas y gente amable y sonriente.  Ahí no se hablaba mucho porque estaban concentrados con sus máquinas de calcular y sus planillas de cálculo.  Barreto era una persona seria y amante de la disciplina.  Una vez me pidió que no cantase cuando pasaba por su oficina porque distraía al personal.  Se nota que yo llevaba el canto en la boca, ¡como siempre!

Almorzamos en la Casa de Visitas donde una señora mayor muy prolija dirigía al personal de servicio y los había entrenado para servir una mesa digna de un príncipe.  En mi casa, solíamos almorzar y comer todos juntos en la mesa de comedor y algo de buenos modales había aprendido pero, cuando me enfrenté a cuatro cucharas y cuatro tenedores, no tenía ni idea con cuál empezar. También había tres vasos de cristal de distintos tamaños, unos bols de plata con agua clara a la derecha, los porta cubiertos de plata (recién después me di cuenta para qué servían) y un salero y un pimentero individual para cada invitado.   El mozo con guantes blancos me ofreció unos espárragos de una bandeja de plata y yo me serví algunos en el plato.  Cuando todos terminaron de servirse, noté que ninguno comenzaba a comer.  Ahí recordé que es la dama la que comienza a comer (mis lecturas me habían servido de mucho) pero ¿cómo se comían los espárragos?.  No veía ningún tenedor con forma rara y me acordé que en casa se comían con la mano.  Lo agarré con la mano y vi aliviada que todos siguieron mi ejemplo. Así siguió el almuerzo, yo tenía que comenzar a comer para que todos me siguiesen y fui agarrando los cubiertos de más afuera en cada plato. Me relajé y disfruté del almuerzo. 

Al finalizar, mi jefe me invitó a recorrer la casa que era preciosa.  Había recuerdos de la visita del Príncipe por todos lados, cuadros de la fábrica en sus comienzos, fotos de los distintos gerentes y visitas importantes, vitrinas con cubiertos de plata y cristalería, y un ambiente muy inglés en general con adornos de plata bien lustrados, mucha boiserie, mucho verde, y amplios ventanales que daban al jardín y más allá al rio… 

Las demás personas habían desaparecido y yo estaba sola con Montaño…Cuando llegamos a la sala del escritorio, Montaño me sorprendió.  Se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja y me dijo “Al fin solos, Connie”… se me heló la sangre. Nunca se me había ocurrido que podría tener un jefe lancero. Para mí, el era un viejo.  Ahora que pienso tendría unos 42 o 43 años, pero yo tenía 19 y en ningún momento se me había cruzado por la mente que iba a tener que enfrentar a un jefe así.

Todavía recuerdo mi reacción tan bien actuada que no reflejaba el miedo que me dio estar a solas con un hombre que me duplicaba en edad y en tamaño sola en ese lugar desconocido. Me sentí muy desprotegida pero me reí y le dije algo como “’¡Ni se le ocurra!  Yo podría ser su hija” y me alejé caminando tranquila para que no pensase que me había asustado y volví al Mess. Por suerte, no me siguió. Tal vez estaba un poco alegre porque habría tomado vino en el almuerzo, pero yo prometí no estar sola con el nunca más en ningún lugar.

Después de ese primer lance rechazado, el Sr. Montaño cambió totalmente. Me invitó a su casa y me presentó a su señora, una mujer grandota y gorda pero muy simpática. Tenían dos hijos amorosos y me invitaron a visitarlos cuando quisiese.  De vez en cuando me daba una vuelta, pero pocas veces porque no me había gustado nada la actitud de Montaño.

Se convirtió en un jefe celoso, no le gustaba que hable con nadie y cuando venían visitas de Buenos Aires, prefería no presentarme.  Me pareció un poco raro, pero no me importó demasiado, estaba demasiado ocupada viviendo mi nueva vida.

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Después de una semana en el Mess, me mudé a la casa de la señorita Rosina, en el barrio de los Gerentes.  Rosina era una persona de edad indefinida, tal vez tenía entre 50 y 60 años, era menudita, morocha con una pierna más corta que la otra y rengueaba un poco a pesar de que el zapato de su pie derecho tenía una plataforma de unos 15 centímetros.  Después de vivir con ella un tiempito, ya ni me daba cuenta porque siempre tenía una sonrisa y me hizo sentir muy bienvenida.  Me contaron que su padre había sido un capataz de la fábrica y cuando murieron los padres, le permitieron mantener la casa con la condición de que alojase uno que otro huésped cuando la compañía se lo solicitase.   Las casas de los gerentes eran para la gente que trabajaba activamente en la fábrica y ni bien se jubilaban o renunciaban, la casa volvía a la empresa.  Con Rosina habían hecho una excepción porque no tenía donde vivir y era muy querida por las señoras de los gerentes ya que cosía para ellas. 

La casa no era muy grande, tenía un jardincito adelante, una puerta por el costado, dos o tres habitaciones, una sala que daba a la calle y un patio interior muy lindo con un parral que usábamos en las tardes de verano.  Mi habitación era uno de los tres ambientes que daban a la calle: la sala (que no se usaba nunca) y el comedor. El baño era compartido y quedaba del otro lado del patio. 

Como Rosina cosía para afuera, le encargué un vestido negro que me quedó muy lindo y una blusita de seda que se abrochaba adelante con unos 20 botoncitos forrados y sus correspondientes ojales hechos a mano.   Qué poca idea tenía yo del trabajo que le iba a dar esa blusa, pero ella aceptó el pedido con una sonrisa y quedó muy linda.

Tengo buenos recuerdos de ese tiempo y si bien no compartíamos las comidas, cada una se cocinaba lo que quería en la cocina, fue un tiempo tranquilo y valoré tener alguien con quien hablar. A Rosina le gustaba cantar y como yo había llevado la guitarra practicaba con ella las pocas notas que sabía.  Además de cantar,  escuchábamos la novela de la tarde por la radio, charlábamos sobre su vida en la fábrica, mi familia, su familia y los temas que pueden tratar dos mujeres con tanta diferencia de edad.  Ella había vivido toda su vida en Liebig y sus hermanos se habían casado. Estaba sola en la casa y lo estaría hasta que la compañía se la pidiese. 

Fueron esas dos mujeres, Kathleen Healy y Rosina Mato, las que me hicieron sentir bien durante esta aventura de juventud. Siempre podía recurrir a ellas y sentirme querida.  Cuando volví a Buenos Aires, seguí en contacto un poco con Kathleen, pero de Rosina no supe mucho más. Lamento no haber seguido en contacto y me pregunto qué habrá sido de ella.  Era amorosa.

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Un día, Montaño me preguntó si sabía manejar porque pensaba que sería bueno que yo le haga algunos encargos en el pueblo cuando fuese necesario.  En casa no teníamos auto y yo no tenía ni idea, pero me encantaba la idea.  

Al día siguiente, a la hora de la siesta, me pasó a buscar el Negro Areguatí, el chófer de la empresa y me llevó a tomar mi primera clase de manejo.  Areguatí resultó ser muy simpático, era joven, casado con hijos y desde el primer momento nos llevamos muy bien.  Cada tanto salíamos a manejar y recuerdo una vez que estábamos camino al Palmar vimos dos máquinas Caterpillar al costado de la ruta.  Paramos y cuál sería mi sorpresa cuando reconocí a dos de mis amigos mecánicos de ARGENTRAC.   Ellos no sabían que yo había renunciado y se sorprendieron al verme por los caminos.  Areguatí no podía creer que yo tuviese amigos entre los conductores de las máquinas constructoras y me miraba un tanto divertido y otro tanto sorprendido. 

Mi primer registro de conducir fue de la Provincia de Entre Rios, de vez en cuando manejaba con Areguatí, pero mi jefe no me prestó nunca su Rambler colorado cero kilometro… De todas maneras, me hizo un favor, me vinieron bien las clases de manejo, le perdí el miedo al volante y saqué mi primer registro de conducir en Colón.   No tuve que hacer ningún examen porque en esa época todo se arreglaba de otra forma (no sé muy bien cuál era la forma, pero a mí me vino muy bien).

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Los días transcurrían apacibles y a los pocos meses llegó un nuevo Auditor Administrativo, Luis, que me gustó de entrada.  Tenía una sonrisa y una simpatía natural que lo hacían muy atractivo.  Era petiso, morocho, de pelo enrulado, canchero y muy simpático.  Le gustaban los deportes, había jugado al rugby, conocía algunos amigos míos de Buenos Aires y seguramente lo engancharía para jugar un poco al tenis o hacernos alguna escapada que otra a Colón en algun momento. 

Luis había nacido en Asunción, Paraguay pero los padres lo habían enviado pupilo al colegio St. George’s de Quilmes y no había vuelto a Asunción, salvo de visita ya que hizo los estudios universitarios en Universidad Católica en Buenos Aires y había trabajado algunos años en una auditoría americana.  No parecía extrañar demasiado a su familia y era más porteño que los muchachos que yo conocía.  Era su primera experiencia en una empresa privada donde lo tomaron como mano derecha de mi jefe.

La verdad sea dicha, no había nadie más que me podría haber gustado en Liebig’s porque los gerentes eran todos casados y no había demasiada gente joven con quien pasar el rato.

De todas maneras, cuando llegó Luis, no pasamos demasiado tiempo juntos porque yo me había anotado en la Escuela Comercial de Colón para comenzar el secundario nocturno. 

Todavía me parece increíble que a los 19 años todavía ni había comenzado mis estudios secundarios oficiales.  Había estudiado cuatro años en el Michael Ham, para dar los exámenes de Cambridge, que nos habilitaban para estudiar en Inglaterra, pero no eran títulos habilitantes en Argentina.   Tenía ganas de estudiar alguna carrera universitaria, pero ya había abandonado la idea de poder ingresar sin el título requerido, por lo que decidí tomar el toro por las astas y comenzar el secundario.

La escuela quedaba a 12 kilómetros de la fábrica y el horario era de clase era de 19 a 22.15.  Iba y venía en colectivo y llegaba a casa a eso de las 23:00, medio dormida y con tiempo para comer algo rápido y acostarme porque al día siguiente tenía que estar en la oficina a las 7:30. 

Me gustaba viajar en colectivo y mirar el cielo y el horizonte a través de caminos polvorientos al atardecer. En épocas de invierno, era de noche cerrada de ida y de vuelta, pero a medida que se acercaba la primavera todo comenzaba a cambiar.   Todavía recuerdo las vueltas en colectivo por la multitud de estrellas que brillan en las noches claras y oscuras y las noches de luna llena cuando la claridad se estiraba más y más allá en la lejanía.  Romántica de naturaleza, comencé a comprender el enamoramiento de los poetas y cantantes con la luna… “yo no le canto a la luna”….

Volver al colegio me encantó porque tuve la posibilidad de hacer amigas y amigos del lugar. Había buenos profesores y aprendí mucho en ese primer año. Era una escuela antigua, con lindas aulas y patios grandes y la entrada quedaba sobre la calle principal.  Yo iba a la escuela comercial para estudiar Perito Mercantil y había otra parte donde se cursaba el Normal.  Muchas de las chicas del pueblo estudiaban para maestras y conocí a varias que soñaban con ser maestras rurales.  Un trabajo mucho más sacrificado que el mío.

El trato era respetuoso y en general diría que lo que aprendí ahí me sirvió para la vida.  En este primer año aprendí mucho más sobre la Argentina, su historia y su geografía, que lo que había aprendido en mi colegio inglés.  Aprendí, matemáticas, por ejemplo, que había estudiado en inglés hasta segundo año en el Michael Ham pero con el sistema inglés y salvo las operaciones de álgebra, las demás operaciones incluían sistemas de medición de libras y onzas, pies y pulgadas y para los problemas utilizábamos libras esterlinas, libras, chelines, peniques y “farthings” y en general no servía para mucho ese estudio tan británico si vivíamos en la Argentina.  Las clases en el Michael Ham eran todas en inglés y la historia era toda sobre los reyes ingleses.  También estudiábamos geografía en inglés y el libro tenía un capìtulo dedicado a las “Falkland Islands”.  Nunca me arrepentí de haber decidido anotarme en esta escuela nocturna y me contagié un poco de nacionalismo que me hacía falta.

En la escuela me hice amiga de una de las hijas del Dr. De la Casa, que era el doctor de la compañía y comencé a ir de vez en cuando a su casa. Ella vivía también en barrio de los gerentes, pero el Dr. De la Casa, no estaba muy contento con los gerentes y lo escuchaba protestar. Era un personaje robusto, de pelo blanco y muy simpático, pero creo que no se sentía demasiado reconocido en su trabajo porque solía decir que ya se iban a arrepentir (no se por qué ni a quién se refería) porque en algun momento lo iban a llamar por hemorroides y ahí se iba a desquitar...  Ese era su chiste favorito!   Las hijas estudiaban la escuela normal y había dos que ya estaban recibidas y trabajaban como maestras rurales en escuelitas de campo a donde llegaban a dedo, ya que salían vestidas con sus delantales blancos y siempre alguien las acercaba.  Con ellas nos juntábamos los días lluviosos y hacíamos tortas fritas. Recuerdo que algunos fines de semana íbamos a nadar al rio y alguna vez llegamos (no nadando sino en una camioneta) a Concepción del Uruguay donde había unos chicos muy simpáticos con quienes pasábamos el día.

La aventura de Liebig’s duró casi un año porque un buen día mi jefe me dijo que era tiempo de que volviese a Buenos Aires.  No le gustaba que había trabado una amistad con su ayudante, Luis, y me despidió.  Por suerte, la escuela ya había terminado y volví a casa muy contenta.  Quedó para mí esa aventura de juventud en el recuerdo y a Luis no lo ví nunca más. Se que al poco tiempo Montaño también lo despidió y así siguió la vida…

“Donde estás ahora, cuñataí, que mi suave canto no llega a ti, ¿Dónde estás ahora? Mi amor te añora con frenesí….. “…. me quedaron algunas canciones del litoral en la memoria y si bien Liebig`s se vendió y ya no existe, los recuerdos siguen a flor de piel.

PD:  Recomiendo una visita al Pueblo Liebig que está preparado para el turismo y seguramente esperándolas a ustedes!

 

 

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